Historias: Tiene 7 años y camina todos los días 10 km entre el barro y la nieve para ir a la escuela

Lejos de la tecnología y muy cerca de sus cabras, Damir vive en un puesto del sur mendocino denominado “Los Corrales”. Todavía no conoce la ciudad. Asiste a un colegio en Agua Escondida y lo lleva de la mano su papá

Damir tiene siete años, una risa que contagia, grandes ojos oscuros y un sueño que lo acompaña desde que nació: convertirse en domador de caballos.



Tal vez por eso, el trayecto hacia su escuela, el Centro Comunitario Rural Evangélico, en Agua Escondida, a cinco kilómetros de su casa, no le resulta tan extenso: recorre el camino imaginando que es un caballo, a veces al galope, con su prestancia y su rebenque fabricado en el campo, según cuenta su maestra de segundo grado, Elisa Beltrán, una tucumana que se enamoró de esta zona hace 12 años y nunca más se alejó.



Nacido y criado en el puesto Los Corrales, a unos 200 kilómetros de Malargüe, al sur de Mendoza, el niño transcurre una infancia simple, libre y feliz, alejada de la tecnología y de juguetes sofisticados.



Una infancia, de todos modos, signada por las necesidades, con costumbres más parecidas a las del siglo pasado que a las de muchos chicos del mundo moderno.



En medio de la inmensidad del campo y de la nieve –es la zona más helada de Mendoza-- Damir no tiene la menor idea de lo que es una Playstation. En cambio, patea una vieja pelota que le obsequiaron en su escuela o, mejor aún, se entretiene junto a sus perros Santi y Boby, sus chivos, sus cabras y, claro, su hermano menor, Axel, de cuatro años.



Damir nació en el Hospital de Malargüe el 21 de diciembre de 2014 y, desde entonces, nunca más pisó una ciudad, señala su mamá.



La distancia que separa su casa con la población más cercana, Agua Escondida, donde se emplaza su escuela, la sortea a pie todos los días de la mano de Daniel, su papá. Ambos están igual de habituados a las heladas del invierno malargüino que al sol abrasivo del verano. Damir camina y jamás se queja.



“Son unos 10 kilómetros o algo más, entre ida y vuelta, por eso salen temprano emponchados con gorros y guantes. Acá en el campo todo está muy lejos, pero estamos acostumbrados, no conocemos otra vida y creo que tampoco pensamos en eso”, se sincera Ivana Ponce, su mamá, para confesar que, en realidad, ella tampoco atravesó jamás los límites de Malargüe en sus casi 30 años de vida.



Aunque sacrificada por el clima riguroso, la lejanía con los centros urbanos y los caminos en su mayoría intransitables, asegura que a esta vida no la cambia por nada.



Nacida en un puesto llamado Buena Fe, cercano al lugar donde vive, Ivana se puso de novia con su esposo -hijo de puesteros y criadores de chivos- en esta misma zona, donde los escasos pobladores se conocen prácticamente de toda la vida.



Enseguida formaron una familia. Viven en una humilde construcción de características similares a la mayoría, unos pocos metros cuadrados de ladrillo o adobe sin gas natural ni luz eléctrica.



Todos, incluso los niños, pasan mucho tiempo entretenidos juntando leña en campos vecinos o lotes abandonados para alimentar las salamandras o los fogones, único modo de calefacción.



Libre, pícaro, aunque tímido, buen compañero y amante de los caballos, la maestra Elisa asegura que esto último suele ser bastante común entre los niños de Malargüe, que en muchos casos suelen frecuentar espectáculos de doma que congregan bastante gente.



Por eso, Damir espera ansioso la fiesta de la primavera, que se celebra en Agua Escondida cada 21 de septiembre y donde, invariablemente, los espectáculos que ofrecen los jinetes captan su mayor atención.



Por tratarse de un colegio evangélico, poco antes de cada jornada escolar se destina un momento a la reflexión, la oración y la lectura de la Biblia. Allí cada alumno puede pedir sus intenciones. “Damir pide siempre lo mismo: que su papá pueda reparar algún día su vehículo”, señala la “seño”.



Ivana y Daniel tienen un Renault 12 gris destartalado, modelo ‘94, estacionado desde hace meses al costado de la vivienda, a la intemperie, aunque protegido con un nylon. Debido a una serie de problemas mecánicos, sumado a un desperfecto en los frenos, el vehículo no funciona. “Aquí no es fácil conseguir repuestos”, justifica ella y repite: “A Damir no le molesta caminar”.



A raíz de las grandes distancias con los puestos rurales, la escuela tiene un sistema de albergue para quienes viven lejos, es decir, 18 o 20 días de clases -incluso sábado, domingo y feriados- por otros de 10 de descanso en sus domicilios. Sin embargo, los padres de Damir prefieren cumplir el trayecto todos los días que dejarlo pupilo en la escuela.



“Al final de ese período de casi 20 días corridos de clases tenemos un momento de recreación, una suerte de despedida que es muy hermosa porque compartimos juegos y alguna merienda. Todos están habituados a esta forma de vida”, señala la maestra y asegura que dar clases en este contexto es enriquecedor.



Fuente: Infobae.


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