Coronavirus: ¿Cuánto cambiará nuestra vida con la vacuna?

Poco tienen en común Daniel Gollán, Roberto Baradel y Donald Trump. La ideología, la cantidad de poder que cada uno maneja, el país de origen, todo los distancia. Los tres, sin embargo, depositan en una eventual vacuna contra el coronavirus la salvación que compense desaciertos y carencias propias.

El presidente de Estados Unidos espera - o más bien ansía con desesperación- que la vacuna esté lista antes de las elecciones norteamericanas, el 3 de noviembre; sería el salvavidas perfecto para una campaña que, hasta ahora, no dejó error sin cometer.



El ministro de Salud de la provincia de Buenos Aires advirtió esta semana que, sin vacuna, no habrá temporada de verano en la costa argentina. Para Gollán, la solución más fácil para contener la pandemia es cerrar todo y prohibir la circulación, aun cuando el peligro sea acelerar incluso más el hundimiento de la economía y el crecimiento de la pobreza o quitarle efectividad y credibilidad a las decisiones del Estado.



El secretario general de Suteba dijo, por su lado, que "hasta que aparezca la vacuna, las clases presenciales serán una complicación" y puso en duda su reanudación, pese a que cada vez hay más evidencia de que las clases remotas no logran involucrar a los alumnos como sí lo hacen las lecciones en el colegio y que la desigualdad en el acceso a la educación se disparó en la pandemia.



Pero tal vez Baradel, Gollán y Trump tengan que buscar otras soluciones, salvo que quieran o perder las elecciones o cerrar todo, incluido las escuelas, por un año más. La vacuna estará seguramente lista antes, incluso puede ser en octubre, como dice el mandatario norteamericano, o a fines de año, como estiman algunos laboratorios; después de todo, cuatro de los 163 proyectos en marcha están ya en ensayos clínicos, la fase anterior a la aprobación.



Pero el impacto en la vida diaria de los países de esos proyectos comenzará a sentirse varios meses después, muy probablemente en la segunda mitad de 2021. La historia, los tiempos de la ciencia, la realidad de la producción y distribución de las medicinas y las necesidades de la geopolítica muestran que la vacuna le devolverá la normalidad al mundo, quizás una mejor a la de 2019, pero lo hará con mucha más demora de lo que Baradel, Gollán y Trump piensan.



Las advertencias de la historia

Tal vez nada muestre con mayor contundencia que la historia de las vacunas y los tratamientos son capaces de modificar cada rincón de la vida diaria, desde el económico y político al cultural y sanitario, pero no lo hacen de manera milagrosa ni inmediata.



La revolución industrial cambió de raíz la vida de las ciudades en la segunda mitad del siglo XVIII. Como efecto colateral, la multiplicación de fábricas potenció también la polución del aire y las aguas de esas urbes y aceleró sus tasas de mortalidad. Ante ese escenario, la ciencia y los gobiernos se unieron para: primero, indagar en las causas de ese deterioro de la salud y, segundo, para revertirlo. Uno de los mayores avances de esa sinergia fue la construcción de sistemas de cloacas y de agua corriente y el mejoramiento de los hábitos de higiene y de los servicios de salud.



La ciencia hizo también sus aportes fundamentales. Durante siglos, las epidemias asolaron al mundo; junto con la peste bubónica, la más insidiosa y recurrente fue la de la viruela. En 1796, Edward Jenner creó la primera vacuna exitosa de la historia, precisamente contra la viruela. Ese y otros descubrimientos, sumados a los dramáticos avances de la infraestructura sanitaria y de servicios básicos, supusieron un salto inimaginable para las perspectivas y calidad de vida de la humanidad. Eso derivó en el increíble desarrollo económico que el mundo experimentó en el siglo XIX.



La vacuna de la viruela fue efectiva; la plaga cedió progresivamente y dejó de ser la amenaza que había representado durante tantos siglos, pero fue recién erradicada 182 años después, en 1976.



El siglo XX y el desarrollo de la ciencia aceleraron los tiempos de esa disciplina. Durante décadas la poliomelitis y la tensión que provocó en las sociedades moldearon la crianza de los niños; el miedo a que ellos se contagiaran fue determinante en la educación y la recreación, hasta mediados de siglo. En 1955, luego de haber realizado el mayor ensayo clínico de la historia hasta ese momento, Jonas Salk dio con la vacuna contra la polio.



El mundo la recibió con euforia y, en especial, la Argentina. En 1956, el país logró contener el peligrosísimo brote que afectó a más de 6000 chicos gracias a la llegada de cientos de miles de dosis de la vacuna desde Estados Unidos. En un par de años, la circulación viral cayó en picada y menos de 30 años después, en 1984, la Argentina tuvo sus últimos casos de poliomelitis, virus que hoy está prácticamente erradicado.



Al provenir de animales, los coronavirus son imposibles de erradicar. Eso no quiere decir que el Covid-19 vaya a convertirse en una pesadilla permanente que altere y empeore para siempre la rutina del mundo. La o las vacunas pueden ayudar a convertirlo en una afección endémica, como ya lo son otros cuatro coronavirus, causantes frecuentes de resfríos y gripes.



El desafío de la o las vacunas será hacerlo en tiempos muchos más cortos que los de la inoculación contra la polio, para evitar que el mundo se desbarranque por la cuesta de la recesión, la pobreza y la desigualdad. (Fuente: Diario La Nación)


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