Historias de la Patagonia: El Atlántico Sur

“Soy el albatros que te espera en el final del mundo. Soy el alma olvidada de los marinos muertos que cruzaron el Cabo de Hornos desde todos los mares de la Tierra. Pero ellos no murieron en las furiosas olas Hoy vuelan en mis alas hacia la eternidad en la última grieta de los vientos antárticos”.

*Por Bruno Sabella



Poema de Sara Vial. La leyenda en mármol se encuentra en el monumento que Chile alzó en el Parque Nacional Cabo de Hornos para recordar a los valientes marineros que perdieron sus vidas en los mares australes.



La Patagonia está delimitada por el Océano Pacífico al oeste (Chile), el Océano Atlántico al este (Argentina) y muchos cuerpos de agua que los conectan, como el Estrecho de Magallanes, el Canal Beagle y el Pasaje de Drake al Sur. La historia de la Patagonia está particularmente ligada al mar, especialmente al Atlántico Sur, donde muchos exploradores, aventureros y piratas navegaron las aguas del “Fin del Mundo”. El Atlántico Sur es salvaje e indómito. Es conocido por sus incesantes vientos y feroces tormentas, las cuales han causado miles de naufragios a lo largo de la historia.





La Patagonia, como espacio físico e histórico, se encuentra a mitad de camino entre el mito y la realidad. Pocos lugares en el mundo despiertan tanta fascinación y admiración. En cuanto respecta a las costas patagónicas, las historias se entremezclan entre hechos históricos y leyendas, porque el océano aún hoy esconde muchos secretos y misterios por revelar.



Según los expertos, se estima que en las costas patagónicas existen alrededor de 2.000 naufragios históricos. Al viajar por la Ruta Nacional N°3, la cual recorre 3.000 kilómetros desde la ciudad de Buenos Aires hasta la austral Tierra del Fuego, es inevitable no admirarse de la belleza del mar azul, especialmente al transitar la ruta por las provincias de Chubut y Santa Cruz, a lo largo del corredor turístico de 500 kilómetros denominado “la Ruta Azul”.





Más allá de la belleza del vasto océano, uno no puede dejar de pensar en las incontables historias de marineros y aventureros, aquellos valientes hombres que dejaban todo para entregarse completamente a la vida en el mar. Muchos de ellos conocieron la Patagonia de una manera trágica: en un naufragio. A contraposición de los naufragios, están los faros, construidos para guiar a los navegantes y evitar su perdición. Muchos de los faros patagónicos fueron instalados años después de que los primeros navegantes surcaran estas aguas.



La geografía, como tal se desprende mucho tiempo después de la astronomía. La “Cruz del Sur” permanece resplandeciente hace millones de años y siempre estuvo paciente





para guiar a los marinos en los mares del sur. La navegación en las latitudes australes se caracteriza por ser peligrosa por las fuertes corrientes, así como también por los icebergs e islotes, los cuales muchas veces están ocultos en el agua. Navegar en el Atlántico Sur siempre ha sido una tarea difícil, incluso para los navegantes más expertos.



Los barcos que navegaron en aguas australes, especialmente en lugares como el Estrecho de Magallanes, el Canal Beagle, el Pasaje de Drake y a lo largo del litoral patagónico y la Península Valdés, sin duda marcaron hitos en la historia de la navegación, no solamente en la Patagonia, sino también en la historia marítima mundial.





El naufragio de la embarcación Hoorn es el más antiguo hallado en aguas argentinas; la nave integraba la expedición que habría de descubrir el cabo de Hornos, la cual fue realizada por los mercaderes Jacob Le Maire y Willen Schouten en 1615. La expedición de la Compañía Austral, con sede en el puerto de Hoorn, en el norte de la actual Holanda, fue la sexta en dar la vuelta al mundo, pero sólo una de las dos naves llegó a puerto en 1617. La más pequeña de las embarcaciones, la Hoorn, naufragó en la ría Deseado, en la provincia de Santa Cruz.



Basándose en los diarios de viaje de los capitanes de la expedición, investigadores argentinos y holandeses realizaron tres temporadas de exploración arqueológica en la zona de Puerto Deseado, para finalmente dar con el sitio del naufragio, de donde rescataron más de 400 restos que dan cuenta de la vida a bordo del Hoorn y de su trágico desenlace. El descubrimiento de restos de la nave, el naufragio más antiguo hallado hasta ahora en la Argentina, es relatado en el libro “Tras la estela del Hoorn. Arqueología de un naufragio holandés en la Patagonia” (Vázquez Mazzini Editores), escrito por los investigadores Cristian Murray, Damián Vainstub, Martijn Manders y Ricardo Bastida.



El mar es un medio hostil por esencia a la naturaleza humana. Nadie retorna indemne de una serie de viajes ultramarinos, luego de enfrentar tormentas, piratas, rebeliones, enfrentamientos con los indígenas, condiciones insalubres, y todo tipo de peripecias. Algunos llegaban cojos por lesión de un pie o de la cadera; otros tuertos, a veces sin un dedo, una mano o un brazo, con encías inflamadas y dientes estropeados.



Existen muchas crónicas históricas que nos cuentan lo difícil que era navegar en aquellos tiempos, cuando los hombres pasaban meses en el océano, muchos de ellos morían de hambre y de enfermedades, otros desertaban, quedándose en tierra o suicidándose. La vida de un marinero era sacrificada y estaba marcada por la soledad y la miseria. El barco era la casa del marinero, su primera residencia. El escritor español Pérez Mallaína señala en uno de sus libros que estar en un barco ya de por sí era un duro castigo, se equiparaba barco con prisión. Un preso nada tenía que envidiar a un marinero en cuestiones de espacio. En los viajes a las Indias del siglo XVI las Carabelas rondaban las 60-80 toneladas de arqueo y las Naos unas 100.



En esos reducidos espacios iban decenas de hombres durante muchas semanas sin tocar tierra. Las Naos, por ejemplo, disponían de una sola cubierta a la que se le colocaban sobrecubiertas y toldas para proteger en alguna medida a la tripulación y al pasaje. Estos buques apenas disponían de un par de cámaras bajo cubierta, de muy reducidas



dimensiones, destinadas preferentemente al maestre, al capitán o a algún pasajero especial. También había otros residentes, no invitados, eran las ratas y ratones. En este caso daban lugar a entretenimiento (a la caza del roedor) y alimento. Otros compañeros de viaje eran insectos, cobijados en ropas, maderamen y cuerpos. Cucarachas, chinches y piojos eran los habituales. En el siglo XVI, los barcos fueron aumentando de tonelaje y se fue intentando dar más espacio. Pero al ser mayores, también aumentaba la tripulación con lo que el espacio/persona no ganaba mucho. En suma, la comodidad, la intimidad y la higiene eran imposibles.



En el Atlántico se impuso el Galeón, la embarcación más apropiada para las aguas bravas y largas travesías, artillado especialmente en las bandas de babor y estribor con algunas piezas a proa y popa. Eran los barcos más poderosos y por lo general en las flotas iban acompañados y auxiliados por otros de menor envergadura y calado. Jacques Brosse, en su libro “La vuelta al mundo de los exploradores”, proporciona interesantes datos sobre los navíos de la época. Sostiene que el tipo de buque ideal para la circunnavegación solo aparece después de 1750, gracias a progresos de la construcción naval que permiten afrontar condiciones meteorológicas adversas. Pero señala también las persistentes dificultades para la navegación: las expediciones no contaron generalmente con embarcaciones nuevas, sino con naves deterioradas; la navegación a vela dependía del favor de los vientos; faltaban mapas fiables; era difícil determinar con precisión la distancia recorrida y el agua potable se pudría.



Navegar cerca del litoral daba tranquilidad (aquello de ver tierra), pero era lo más peligroso, (bajos, rocas, arrecifes), así que ante problemas era mejor adentrarse en alta mar. El “fuego a bordo” era otro peligro, eran barcos-combustible ya que de ellos todo podía arder. Tras caer el sol y en temporales el fogón se apagaba. Los trabajos abordo generaban riesgo de accidentes, el peor de ellos era caer al agua ya que aquellos barcos no maniobraban fácilmente y el resultado solía ser nefasto. Las epidemias eran otro severo problema.



Zonas tropicales con enfermedades poco “conocidas” por los europeos, escasa higiene y hacinamiento facilitaban la transmisión. Vivir o morir dependía, más que nada, de la fortaleza del marino. Tampoco había médicos en todos los barcos (embarcaban en las almirantas y capitanas; en las otras naves había, como mucho, barberos-cirujanos, a veces meros marineros contratados para hacer esas labores) y sus conocimientos eran los propios de la época.



Las batallas navales eran otro peligro, mucho más antes del sistema de convoyes; de hecho, en la primera mitad del siglo XVI, el asalto por piratas o corsarios a barcos “sueltos” era la norma y no siempre se podía rehuir el combate como trataban de hacer los mercantes. Ante los ataques, las armas de defensa eran ponerse a barlovento (así el humo de las armas cegaría al atacante), la comida, la bebida (entonces a discreción) y la arenga de los mandos. Todavía la artillería gruesa era escasa. En cubierta, barriles de agua para apagar fuegos. Si nada de eso funcionaba, quedaba el mano a mano tras los abordajes. En las batallas había heridas y el remedio era lo que se podía y se sabía hacer: en las lesiones por cañonazos se solía amputar y cauterizar la herida, quemándola con



metal caliente o aceite hirviendo, sin anestesia; los apósitos de grasa animal se utilizaban para cerrar cortes –aunque con riesgo de supuración y gangrena–; las heridas de espada o pica se cosían; las de bala o flecha tenían una curación más dificultosa y podían provocar la muerte fácilmente por hemorragias internas, huesos astillados o infecciones varias.



Uno de los peores enemigos de los navegantes del siglo XVI era el escorbuto, también conocida como la peste de las naos, una enfermedad que provocaba una muerte lenta y dolorosa. Los marineros al empezar a notar sus síntomas se avergonzaban de haberlo contraído y trataban de ocultarlo. Sentían un enorme cansancio, las encías se hinchaban y sangraban. El cuerpo empezaba a descomponerse y desprendía un fuerte olor.



El escorbuto atacaba a los marineros cuando llevaban meses sin tocar puerto. La falta de vitamina C y alimentos frescos provocaba esta horrible enfermedad. Al médico británico James Lind se lo recuerda como el hombre que ayudó a conquistar esta enfermedad devastadora. Su experimento a bordo de un buque naval en 1747 mostró que las naranjas y los limones podían curar el escorbuto. El médico naval Gilbert Blane, a finales del siglo XVIII consiguió que la Marina británica incluya cítricos en la dieta de las tripulaciones para prevenir el escorbuto.



Según las diferentes versiones históricas, algunos dicen que fue Américo Vespucio quien descubrió la Patagonia en su expedición de 1502. Sin embargo, no hay dudas que el que “descubrió” sus habitantes, fue Magallanes en 1520, y les otorgó el nombre de “patagones”. Fernando de Magallanes zarpó desde España en 1519 motivado por el mito de la “Terra Australis Incógnita”. La misión consistía en descubrir un paso marítimo para alcanzar las islas Molucas, ubicadas en el Pacífico Sur. En aquel entonces, España y Portugal se disputaban la posesión de esas tierras, ricas en especias.



Luego de un año de una dura travesía, entre el 21 de octubre y 28 de noviembre de 1520, Magallanes y las cinco carabelas españolas lograron atravesar el ansiado paso interoceánico, el cual denominaron “Estrecho de Todos los Santos” y que hoy llamamos “Estrecho de Magallanes”, en honor a su descubridor. Desde Cabo Vírgenes en el Océano Atlántico, hasta el Faro Evangelistas en el Océano Pacífico, el Estrecho de Magallanes tiene una longitud de 600 kilómetros y divide geográficamente una de las dos zonas más extraordinarias del sur de Argentina y Chile.



¿Por qué fue tan importante la circunnavegación? Podemos afirmar que es el primer ejemplo de revelación empírico de la revelación del mundo como totalidad. Pasamos de lo implícito a lo explícito, en una inédita manifestación histórica de la anatomía del mundo. Se reconoce lo grandioso, en el sentido del tamaño, la extensión, el peligro, la aventura, lo imprevisible.



El asunto primordial de la Edad Moderna, sostiene el filósofo Peter Sloterdijk, es la circulación del dinero en torno a la tierra. Sloterdijk reconoce las ventajas del saber portátil para el expansionismo y acuña el concepto de “Revolución Magallánica” (diferente a la revolución copernicana). La revolución magallánica destruye la lejanía y



se confunde con los albores de la Modernidad: cualquier región apartada se torna accesible a la movilidad europea.



El Estrecho de Magallanes era el único paso conocido entre los océanos Atlántico y Pacífico. Debía facilitar el transporte de riquezas metálicas entre el Virreinato del Perú y la metrópoli, pero no podía satisfacer plenamente las aspiraciones de la corte española. Localizado al muy al sur del continente, el escaso valor económico y la intensidad del fío se añadían a las condiciones desfavorables para la navegación.



El italiano Antonio Pigafetta, el cronista de la expedición de Magallanes, destaca la belleza del estrecho y su utilidad potencial y deja asentado en sus crónicas: “No creo haya en el mundo estrecho más hermoso y mejor”. El descubrimiento de ese estrecho misterioso y revelador, que unifica dos océanos, tiene todo para convertirse en un mito del expansionismo: es el puente hacia el gran mundo, hacia lo redondo, hacia la totalidad. Tan solo 18 escuálidos supervivientes regresaron a duras penas a Sevilla a inicios de septiembre de 1522, tras circunnavegar el planeta por tres años, confiriéndole fama eterna al fallecido Magallanes.



En la famosa expedición de Magallanes, Elcano fue el único sobreviviente que logró volver a la Patagonia en 1525, cuando él y sus hombres llegaron a los puertos que hoy se llaman Deseado en Santa Cruz y Río Gallegos, antes de dirigirse al Estrecho de Magallanes. Muchos fueron los navegantes que navegaron por los mares del “fin del mundo”, entre los más destacados se encuentran Alonso de Camargo en 1539, Juan Ladrillero en 1557, Francis Drake en 1578, Sarmiento de Gamboa en 1579, Thomas Cavendish en 1587, Ricardo Hawkins en 1494, Oliverio van Noort en 1599, y más adelante Bouganville, Dumont d’Urville, Malaspina, James Cook, Fitz Roy y Parker King y muchos más.



A pesar de que el tráfico marítimo por el Atlántico Sur disminuyó considerablemente desde la apertura del Canal de Panamá en 1914, en la actualidad transitan muchas naves de gran tamaño, especialmente petroleros y portaaviones, así como también cruceros que se dirigen a la Antártida. Lugares como el Estrecho de Magallanes, el Canal Beagle o el temido Pasaje de Drake siguen imponiendo respeto entre los navegantes, incluso hoy en día cuando las embarcaciones cuentan con avanzados sistemas de navegación.



Gracias a la arqueología subacuática y a los científicos argentinos que siguen en busca de restos de naufragios históricos, aún quedan muchas historias del Atlántico Sur y las costas patagónicas por descubrir.


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