Se cumplen 64 años de la fuga de Héctor Cámpora de la cárcel en Río Gallegos

El odontólogo y dirigente peronista Héctor José Cámpora se fuga del penal de la capital santacruceña junto a otros cinco presos políticos, entre ellos John William Cooke. Escaparon a Chile, donde pidieron asilo político.

La noche de Río Gallegos era, como siempre, impiadosa. El 18 de marzo de 1957 el viento corría con su habitual ferocidad gélida. Un grupo de hombres esperaban inquietos en una calle desierta. Llevaban poco abrigo. O al menos no el necesario para combatir ese frío. Pero la eventualidad climática era lo que menos les inquietaba.



Con ojos ansiosos, sin hacer ruido, se preguntaban entre ellos cuando aparecería el auto. Uno de ellos, Héctor Cámpora, se dirigió al líder del grupo, al que había ideado la aventura: "Jorge, ¿por qué no volvemos a la cárcel y dejamos esto de la fuga para otro día?".



Después de una veintena de minutos, que dadas las circunstancias, parecieron horas, muy despacio, con un motor discreto, silencioso, apareció por fin el vehículo que los sacaría de allí. Se subieron todos. Varios hombres dentro de un Ford, con el agravante que dos de ellos portaban muchos kilos de sobrepeso. Pero no era momento de quejas ni de búsqueda de confort. Debían alejarse de la cárcel, debían pasar la frontera con Chile, en pocas horas. Con el cambio de turno de los guardias, la noticia se conocería y hordas de policías y militares los rastrearían sin descanso.



Jorge Antonio, Héctor Cámpora, Guillermo Patricio Kelly, John William Cooke, José Espejo y Pedro Gomis, seis importantes dirigentes peronistas, lograron fugarse esa madrugada de la cárcel de Río Gallegos. Se trata de uno de los escapes más legendarios de la historia contemporánea argentina. Una trama de engaños, osadía, sobornos, picaresca, odios e intereses políticos cruzados. Es decir, una trama argentina.



Luego de la caída de Juan Domingo Perón en septiembre de 1955, la autodenominada Revolución Libertadora puso en marcha una veloz "desperonización" del país. Entre otras medidas, aparecieron la prohibición de mencionar en los medios al ex presidente (allí nació lo de "tirano prófugo"), el rebautismo de todos los lugares llamados como la antigua pareja presidencial y la detención de los principales dirigentes peronistas.





Las primeras acusaciones para quienes no cumplieran con esas disposiciones eran genéricas. La principal era "traición a la patria". Luego se constituyeron las Comisiones Investigadoras.



El edificio del Congreso, que bajo el gobierno de facto ya no cumplía con sus funciones legislativas, pasó a ser la enorme sede de un sistema que investigaba lo actuado en la década peronista. Ahí, entre pesquisas a veces responsables y a veces abusivas, surgieron acusaciones más específicas.



La interdicción de bienes era una medida frecuente mientras se multiplicaban las denuncias de corrupción y día a día aparecían nuevos casos. Y las prisiones, que al principio parecían pasajeras, se fueron consolidando. Los detenidos se fueron amontonando en la Penitenciaría de la calle Las Heras, en la ciudad de Buenos Aires.





Luego empezaron los traslados. A los más influyentes, a los de mayor peso, se los fue derivando a prisiones periféricas, de provincias. Algunos hasta fueron destinados al fin del mundo. Literalmente. El presidio de Ushuaia, que había sido reconvertido en base militar, fue puesto de nuevo en funcionamiento para alojar a los presos más resonantes. Las condiciones de detención eran duras. A eso se le debía sumar la lejanía de los afectos y el clima que golpeaba los ánimos.



Uno de los detenidos allí fue Jorge Antonio, el empresario y financista del peronismo durante la anterior década, quien había incrementado su patrimonio e influencia de manera brutal.  Su poder económico seguía siendo muy importante. Su osadía también. Nunca lo distinguieron la timidez ni el bajo perfil. Desde que llegó a Ushuaia buscó la forma de escapar de allí. Tejió redes con otros presos y con sus carceleros.



Pero como el lugar de detención además era una base militar no encontró eco. Alguien apagó sus sueños de fuga. Le explicó que tal vez podía ingeniárselas para salir del presidio, que acaso encontrara cómplices y a quién sobornar, pero que era inútil. No sobreviviría fuera. Podía vencer a la cárcel, pero nunca al clima. Moriría congelado.



Dos situaciones mejoraron la estadía y renovaron las esperanzas de escape del empresario. Los militares que habían ocupado los altos mandos en tiempos de Perón fueron trasladados a Ushuaia. Eso hizo que las condiciones de reclusión mejoraran ostensiblemente. Los camaradas respetaron a sus iguales pese a las diferencias ideológicas y esos privilegios se extendieron a los demás detenidos.



Pero poco tiempo después, los más renombrados presos fueron trasladados a la cárcel de Río Gallegos. Otro lugar austral y frío aunque menos inhóspito para las intenciones de Jorge Antonio. Apenas arribó a su nuevo destino descubrió que sus guardianes eran más receptivos a los incentivos y pequeños sobornos que facilitaba su generosa billetera. Allí la fuga empezó a ganar consistencia.



Jorge Antonio siempre supo a quién acercarse. En Río Gallegos, en uno de los recreos, apartó del medio del patio al mayor Alfredo Máximo Renner, un militar que había vivido en la Patagonia y le contó de sus deseos. Renner escuchó impávido al empresario; sólo se agitó al principio: giró la cabeza velozmente hacia ambos lados para comprobar que nadie los estaba escuchando. Luego se comprometió a confeccionar mapas y planes y varias opciones de acción.



A partir de ese momento, en cada recreo y en cada comida en común fueron avanzando en su propósito. Los primeros puntos en los que acordaron es que el escape los debía depositar en Chile, que allí estarían seguros con muy bajas chances de ser extraditados. La seguridad del penal era laxa como si la lejanía con el mundo y el viento perpetuo fueran la mejor de las defensas. Muy cerca de la cárcel había un frigorífico.



Una de las posibilidades de escape era confundirse con los empleados durante un cambio de turno, aprovechando el tráfico de la entrada y salida de operarios. Para eso familiares de los presos ingresaron delantales blancos y gorros. Jorge Antonio también logró hacer ingresar algún arma que escondía en su colchón.



Debían determinar también quien los acompañaría en la aventura. Guillermo Patricio Kelly, otro de los detenidos allí, fue una elección obvia. Un hombre de acción. Un inescrupuloso que no parecía conocer el miedo. John William Cooke también se ganó su lugar por varios motivos. Por un lado era muy respetado por el resto. Sus conocimientos, su voz firme pero tranquila, su inteligencia eran valoradas.



Por el otro, el peso dentro del peronismo: Perón lo había nombrado recientemente su delegado en el país. Los otros lugares también fueron representativos. El sindicalista Espejo como líder de los trabajadores y Cámpora como el brazo político, aquel que comandó a los legisladores en los años tumultuosos de la Cámara. Algunas versiones indican que Cámpora se enteró a último momento y pidió ser incluido en la operación. No parece ser verosímil esa especulación.



Por su parte, Pedro Gomis había sido el último en llegar al penal, poco días antes. Los negociados en YPF ocupaban la tapa de todos los diarios. Y el sindicalista petrolero, casi un precursor en estas lides, era uno de los principales acusados. Durante años se especuló por la integración de esta lista de fugados. Los propios involucrados quisieron hacer creer que se fueron involucrando de a poco, casi sin querer.



Pero teniendo en cuenta la conformación final del grupo y la poca afinidad entre algunos de ellos no sería extraño que alguien influyente desde afuera haya solicitado que algunas personas fueran incluidas. Jorge Antonio nunca demostró demasiado respeto, por ejemplo, por Héctor Cámpora. Tampoco John William Cooke. En una carta desde su encierro le contó a Perón: "Cámpora, al ser detenido, le hizo una promesa a Dios de que nunca volvería a actuar en política. Como se pasa el día rezando no creo que viole su promesa". Jorge Antonio completó esa anécdota años después: "Cuando dijo eso yo estaba presente. Y le dije a Cooke: 'No le hagas caso. Si recién ahora está haciendo política el bestia éste".



Si el episodio fuera cierto, podría tratarse de la promesa más abrumadoramente incumplida de la historia: años después, Héctor Cámpora durante 49 días fue presidente de Argentina. El periodista Miguel Bonasso en El presidente que no fue, su libro sobre Cámpora, sostiene el dentista organizó la fuga junto al empresario. No parece haber indicio alguno para sostener tal afirmación.



Jorge Antonio daba las órdenes. Suena lógico: él era el que financiaba la aventura. Guillermo Patricio Kelly ponía la dosis de exuberancia y temeridad necesarias en una empresa de este tipo, José Espejo como ex conductor de los trabajadores era una figura emblemática.



Lo mismo sucedía con Héctor Cámpora, el dentista de San Andrés de Giles, que con su lealtad inalterable se había ganado la confianza de Perón y había llegado a presidir la Cámara de Diputados. John William Cooke era, probablemente, el intelectual más importante del peronismo. El delegado personal de Perón dotaba de argumentos y nutría conceptualmente al movimiento. Pedro Gomis ocupaba la secretaría gremial de los Petroleros, un sindicato poderoso.



Un elenco variado. Heterógeneo. Tal vez, demasiado. Un dentista con pasado político que desea estar en otro lado, cuya mayor virtud parece ser la fidelidad absoluta; un intelectual de izquierdas, el ex jefe de la CGT, un sindicalista petrolero acusado de negociados, un millonario empresario y financista del que nunca se supo como forjó su imperio y un violento y desbordado ultraderechista, cuya mayor especialidad era meterse en problemas.



Si se tratara de una película sería un elenco imposible, un desborde del guionista. Una Armada Brancaleone perdida en la Patagonia. Pero si se habla de historia argentina del siglo XX, esos seis se convierten en piezas lógicas de un rompecabezas. El peronismo. Esa conjunción de seres dispares, de intereses desiguales y de antípodas ideológicas describen como pocas cosas la fisonomía del movimiento creado por Juan Domingo Perón.



Jorge Antonio y Rennes necesitaban también ayuda del exterior. Miguel Araujo, un amigo y socio del empresario, se instaló en Río Gallegos y comenzó a hacer negocios y a ganarse la confianza de los lugareños. Así desalentó sospechas y consiguió su lealtad y varios servicios indispensables. Araujo, además , era quien debía pasarlos a buscar con el auto (comprado, por supuesto, por Jorge Antonio) luego de que ellos lograran salir de la cárcel.



Utilizaron a un hacendado de apellido Moldes como señuelo. El hombre los visitaba cotidianamente. Ellos fomentaron esta relación para que los investigadores luego de conocer la fuga creyeran que se estaban dirigiendo a refugiarse hacia sus campos y no hacia la frontera con Chile. La otra ayuda inestimable fue la de los propios carceleros. La operación debía ser nocturna. En ese turno se encontraban los guardias más permeables a la seducción económica de Jorge Antonio.



De pronto, todo el andamiaje pareció peligrar. Rennes fue enviado a otra cárcel. A pesar de ello, el plan continuó. Uno de los motivos del súbito traslado pudo haber sido que los rumores sobre la fuga estuvieran demasiado extendidos. Varios detenidos quisieron sumarse a último momento. Sólo Gomis pudo hacerse un lugar.



El plan incluía empujar el auto durante siete kilómetros para pasar el puesto fronterizo de Gendarmería sin hacer ruido con el motor. Y el voluminoso físico del sindicalista podía ser de gran utilidad en la operación (aunque no haya que descartar que su influencia y poder económico fueran los que le consiguieron el último boleto). Los presos que siguieron insistiendo hasta la molestia fueron silenciados por Guillermo Patricio Kelly. Puso somníferos en el mate cocido de esa noche y durmieron por varias horas.



A las 2.15 de la mañana de ese 18 de marzo empezó el operativo. Jorge Antonio llamó a su celda al guardia Campolito. Apenas llegó lo apuntó con su arma, ingresada de contrabando. Kelly lo despojó del arma reglamentaria y de las llaves. Recogieron a los demás de sus celdas y se escaparon sin demasiada oposición. Fuera del penal esperaron el auto de Araujo, que llegó con retraso. Al carcelero lo llevaron con ellos.



Nunca se sabrá si a la fuerza o todo fue una puesta en escena y se trató de un cómplice más. De allí se dirigieron hacia Chile. Apretados: varios maldijeron a Cooke y a Gomis por su falta de cuidado en las comidas. Luego empujaron el auto por el pasto para no despertar a los dormidos gendarmes argentinos. Retomaron la ruta e ingresaron a Chile. En Punta Arenas pidieron asilo político. Mientras la situación se dirimía, el gobierno chileno (afín a Perón, de buena relación con éste) los alojó en un cómodo hotel.



El revuelo fue muy grande. El tema fue tapa de los diarios a ambos lados de la Cordillera de los Andes. Los seis fugados fueron trasladados a Santiago y comenzó el proceso por la extradición que el gobierno argentino exigía a los gritos. La justicia chilena consideró que la detención y juzgamiento en la Argentina habían estado viciadas y aceptó la condición de presos políticos. Así los fugados consiguieron el asilo. Todos excepto Guillermo Patricio Kelly, que fue considerado un delincuente común. Meses después, a punto de ser deportado a la argentina, Kelly protagonizó otra fuga. Ingeniosa e incruenta como la anterior. Se escapó de la cárcel trasandina disfrazado de mujer del brazo de la poeta uruguaya Blanca Luz Brum.



Salió, travestido, caminado por la puerta principal del presidio. El episodio llamó la atención de un joven periodista colombiano que escribió una crónica fascinada sobre el hombre de las fugas. Es que hasta Gabriel García Márquez fue seducido por el desparpajo y la amoralidad de Guillermo Patricio Kelly, que siguió haciendo de las suyas durante cuatro décadas, siempre bajo el signo de la oscuridad, las operaciones políticas, las opiniones destempladas, la devoción por la atención pública y un camaleonismo que lo acercaba invariablemente al poder.



El hecho fue un impacto. Para muchos el primero de los triunfos de la Resistencia Peronista: un alivio ver a algunos de sus principales referentes burlar a la Revolución Libertadora luego de la pérdida del gobierno y la proscripción. Perón lo llamó "una fabulosa piantada". Para otros fue tan sólo (y nada menos) que una gran historia. La fuga de la cárcel de Río Gallegos integra la antología de escapes célebres. Nunca se sabrá con exactitud cómo se pergeñó, quiénes colaboraron, si tuvieron más peso la audacia y el ingenio que la inoperancia y la venalidad. Tal vez no importe demasiado. La leyenda y sus protagonistas siguen fascinando. (Fuente: infobae.com)

 


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