El calvario del "Maradona árabe": de un gol histórico a terminar en la cárcel

Saeed Al Owairan llegó a ser denominado el Rey del Desierto por un gol parecido al de Diego a los ingleses. Erigido como el nuevo "Dios" en su tierra, lo que siguió fue más un infierno que un paraíso.

Un hombre morocho y desgarbado corre bajo los 30 grados centígrados de Washington. Si no fuera por el contexto y por lo que está en juego, cualquiera podría aventurar que se trata de un velocista de las pruebas de fondo olímpicas, acostumbrado a un clima desértico. El escenario es el Estadio RFK Memorial, donde Saeed Al Owairan crea su propia aventura en la carrera de su vida. Pero no sólo corre, sino que, en los 70 metros transcurridos, cristaliza uno de los mejores goles de la historia de los Mundiales. Sigue corriendo para festejar, pero el paraíso que lo lleva a ser considerado "el Diego Maradona de los árabes", más tarde es su propio infierno. Y en su propia tierra.



El 29 de junio de 1994, durante el Mundial de Estados Unidos en el que Diego le cortaron las piernas, florecieron otras piernas que emularon ser, por un rato, las que surgieron de Villa Fiorito. Pero ellas eran nacidas a más de 12.000 kilómetros, en Sharjah, Emiratos Árabes. Aquella tarde, Saeed Al Owairan, un futbolista ignoto hasta ese momento, escribió su nombre hacia la eternidad en la tercera y determinante fecha del Grupo F de la Copa del Mundo entre Arabia Saudita y Bélgica.



Rudi Smidts, Michel de Wolf y otros tres jugadores belgas intentaron cortarle el paso pero fue imposible. Al Owairan era un testarudo que se había propuesto no soltar la pelota, la misma determinación que lo llevó a jugar toda su carrera en el mismo equipo: el Al Shabab. La corrida, de 12 segundos de duración, terminó en un golazo y con el pasaje a segunda ronda en la primera participación de Arabia Saudita en Mundiales, tras la derrota en el debut ante Holanda y la victoria frente a Marruecos.



En los octavos de final, Arabia Saudita sucumbió ante Suecia por 3-1, pero la imágen del que llevaba la 10 en la espalda se eirgió en su país como un nuevo Dios: a su regreso, las gigantografía de Al Owairan adornaban las calles de Riad, capital saudí, y su nombre era venerado por compatriotas. Como si fuera poco, el régimen saudí le obsequió un Roll Royce por su proeza en Estados Unidos, un adelanto que, en realidad, sería un espiral opresivo hacia él.



La actuación en el Mundial lo llevó a ser elegido como el mejor jugador de Asia en 1994. Si la figura de "el Maradona árabe" había calado hondo en su país, su premiación se extendió hacia todo el Golfo Pérsico y los ojos de equipos europeos se posaron en él. Sin embargo, las normas vigentes por aquellos tiempos en Arabia Saudita impedían que los jugadores nativos emigrasen hacia otras tierras y la realidad de Al Owairan, con 26 años, pasó de la fama absoluta a un calvario sin final. Tan así que ya no disfrutaba de la comparación con Maradona.



Frustrado ante la imposibilidad de dar un nuevo paso en su carrera, Al Owairan fue multado por haberse tomado dos semanas de vacaciones a Marruecos sin el permiso de su club. El régimen saudí, que reconocía en el jugador a un diamante en bruto, lo amenazó con penas más duras y lo persiguió hasta encontrale una debilidad.



En el mes sagrado del Ramadán en 1996, un cuerpo de la Policía saudí lo arrestó luego de ser descubierto bebiendo alcohol junto a algunas mujeres, una inmoralidad en tierras islámicas con estrictas normas: fue condenado a seis meses de prisión y a un año de suspesión de cualquier actividad futbolística.



Tras cumplir la pena en la cárcel, el jugador del seleccionado de Arabia Saudita regresó al club de toda su vida, Al Shabab, con problemas psicológicos y sobrepeso, algo que nunca había experimentado en su vida. Tras algunas semanas de entrenamientos, con 30 años, Fue convocado para el Mundial de Francia 1998 por el entrenador brasileño Carlos Alberto Parreira. Con los ojos del mundo sobre él, que aún recordaba sus gambetas por lo sucedio cuatro años atrás, al volante se le habían apagado aquellas piernas ágiles. Tras una competencia que tuvo más pena que gloria, el morocho que ya no era desgarbado, no pudo volver a brillar en un paraíso que se le había quemado.


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