Historias de Patagonia: Cipriano Varela

Nadie se preocupó por la sangre encontrada. Después de todo,  era un frigorífico,  donde se faenaban permanentemente las ovejas que llegaban desde las estancias santacruceñas.

*Mario Novack 



Pero el alerta se encendió cuando no encontraban a Cipriano Varela, el gaucho que representaba a los rusos, españoles, italianos, chilenos y toda esa troupe de desplazados por el hambre y la necesidad en sus lugares de origen.



Jornadas extenuantes de trabajo, condiciones infrahumanas en las cámaras de frío y salarios tan bajos como la temperatura de la pequeña Río Gallegos. La Swift era la compañía que explotaba, en el más literal sentido de la expresión, la planta de faena  instalada en la capital del Territorio.



Una botella de alcohol fino era todo lo que les proveía la empresa a los trabajadores encargados de las cámaras de frío que pedían por favor alguna indumentaria que no los expusiera a tan bajas temperaturas.



Eso o la calle, así era la política en esos tiempos, donde se aprovechaba la situación de necesidad de los inmigrantes escapados de una Europa empobrecida. La lógica empresaria buscaba la máxima renta, pese a los buenos precios de los productos a nivel internacional.







El buque Marjory Glenn, iba y venía por el Atlántico. Traía carbón y llevaba carne, antes de convertirse en un esqueleto posado en la costa de Punta Loyola. Hollín, miseria y soledad eran postales de la pequeña aldea.



Hasta allí había llegado un día Don Cipriano Varela. Dicen que este gaucho de inmenso facón “caronero”, vino como muchos en el corredor Malvinas- Punta Arenas- Santa Cruz. Se sospechaba de su origen oriental, por  Uruguay, como muchos otros que arribaron a estas latitudes. 



Los Brunel, los Riquez, eran también paisanos de origen. Don Cipriano fue haciendo el derrotero de todo peón de campo. Ovejero, arriero, alambrador ,fueron los distintos oficios que llevó adelante, hasta que como muchos decidió que la vida era de a dos.

Una hermosa tehuelche llamada Juana marchó en ancas de su caballo, repitiendo la historia de muchos inmigrantes que unieron sus vidas a mujeres originarias, como el caso de Don Manuel Coronel, aquel gaucho que usara el rancho que abandonaron los chilenos luego de la fallida fundación de Puerto Gallego, en 1873.



Juana era noble, curtida por este clima y apegada su tierra. Los retoños no tardaron en venir y fue entonces que Cipriano buscó establecerse en la naciente capital. Arreo y matadero eran la labor constante del gaucho que observaba la chance de estar con su familia y otorgarle la posibilidad de educación a sus hijos.



Para el hombre de campo, la palabra era un documento, por eso no entendía lo que los “gringos” le obligaban a firmar un papel a él y los otros obreros. Pero intuía que algo andaba mal cuando al cobrar su quincena le dijeron que “había que colaborar con la Compañía” porque la faena había sido menor a la esperada en virtud de la mortandad de hacienda por cuestiones climáticas.

El italiano José Mandrioli le dijo que les habían reducido la paga para que sean solidarios con la Compañía. Pensó Cipriano en las grandes ganancias que habían tenido en esos años y nunca se acordaron de ser solidarios con los obreros.



El descontento fue creciendo y las medidas de fuerza no tardaron en llegar como los despidos que fueron la respuesta patronal. El gaucho sintió que era hora de participar activamente con sus compañeros de la planta en la lucha.



Su rancho cercano al cementerio se convirtió en el lugar de encuentro solidario de los despedidos. Nunca faltó un asado de guanaco o una picana de ñandú asada con ramas de calafate, para ganarle al hambre que ya se adueñaba de los barracones de la Swift.







Los parientes llegaban desde el Cañadón Camusu Aike colaborando con los quillangos de guanaco, dando abrigo a los más necesitados cuando el frío taladraba el cuerpo. Los gringos pobres entendieron que los originarios no eran tan malos como se lo habían asegurado.



Santa Cruz estaba lejos y eso precisamente era un punto a favor de los obreros. Por imperio de la necesidad de gente, los despedidos fueron reincorporados. Pero el mal ejemplo de la solidaridad debía ser eliminado y tenía nombre y apellido: era Cipriano Varela. 



El barco que todos los meses traía carbón e insumos para el frigorífico tenía en el próximo viaje una carga adicional. Les llamaron apuntadores, aquellos que debían registrar la planta de faena detallando la cantidad de animales procesados y el tiempo utilizado para ello.



Pero nadie en Río Gallegos lo creyó cuando vió sus rostros. La mirada torva y la libertad con que se movían con la protección patronal incrementaban la sospecha, más aún cuando preguntaron por Cipriano.



Le habían asignado un barracón con dormitorios y cocina, casi un lugar de lujo, con maderas que habían sido restauradas casi de urgencia. Esa tarde los obreros de la Swift vieron pasar contento a Cipriano, iban a tener una reunión en la zona de los corrales.

Nada supieron hasta el día siguiente, en que descubrieron su cuerpo escondido en los bretes de los corrales pegados a los galpones. Lo habían “ prendido” a puñaladas de frente y espalda, en el corazón y los pulmones.



Casi una procesión de obreros y mujeres, todas, las esposas y las otras de los lupanares o prostíbulos que eran una parte fundamental de esa sociedad, se congreegaron en el frigorífico. Pena, dolor e indignación. Hubo una convocatoria a reunión donde se discutió que hacer ante el crimen.



Se debatió hasta el anochecer, cuando sin saber que decidir, uno de los asistentes miró el sol que enrojecía el horizonte y dijo “ es una noche de fuego”. Todos callaron y se fueron a sus casas, según aseguraron.



Sin embargo, nadie se sorprendió al día siguiente, cuando el barracón “VIP” de la empresa donde estaban los presuntos asesinos de Cipriano era sólo cenizas y los cuerpos carbonizados yacían en sus camas.



“Malas noticias” dijo el representante de la compañía en un telegrama a su sede central. Esa noche, como tantas, los obreros de la Swift escuchaban el ruido de los  pasos de don Cipriano Varela. 



Nota de autor: lo expresado en este artículo es un cuento basado en el relato oral de los trabajadores de la Swift que por años perdurçó en el recuerdo. Un homenaje a don Guillermo Benham, un antiguo trabajador del frigorífico que nos dejara hace poco tiempo. 



Milonga de don Cipriano



Al inicio de la Roca

Hay humo de chimeneas

Y un gaucho muy conocido

Es don Cipriano Varela



Era el hombre delegado

A luchar por el salario

Nunca hubo ofrecimientos

Solo mandaron sicarios



Andaba bien emponchado

Siempre con paso cansino

Nunca supo que esa noche

Ya estaba escrito el destino



Lo convocan engañado

A reunirse en los corrales

Tarde se entera Cipriano

Del brillo de los puñales



Así entregando su vida

Hubo un antes y un después

De ese veinte de diciembre

De mil novecientos diez



Es una historia olvidada

En el Gallegos de antaño

Pero vive en el recuerdo

Por más que pasen los años



Los obreros de la Swift

En una noche cualquiera

Escuchan volver los pasos

De don Cipriano Varela