Cómo y cuándo los argentinos despedimos por primera vez a un ex presidente

Bernardino Rivadavia terminó sus días en España. Fue en septiembre de 1845.

Anciano, solitario y cada vez más obeso, Bernardino Rivadavia terminó sus días en España. Era septiembre de 1845 y en Buenos Aires gobernaba Juan Manuel de Rosas, uno de sus grandes enemigos. Por ende solicitó que su cuerpo no fuese enviado a Argentina. Tras la caída del Restaurador, Buenos Aires decidió rendirle honores y en 1857 una comisión encabezada por Dalmacio Vélez Sarsfield logró repa­triarlo. Sus cenizas llegaron en agosto y toda la ciudad se agolpó para recibirlo. En el muelle una serie de embarca­ciones multinacionales lo cortejaron con cañonazos.



Los restos fueron recibidos por miembros de la Sociedad de Beneficencia, fundada por don Bernardino. María de las Cerreras, presidenta de la institución, pronunció un discurso que —como ninguno— da dimensión de prócer a Rivadavia y nos hace entender su relevancia histórica: “…fue el primero que comprendió en nuestro país que la que acompaña al hombre en todos sus trabajos de la vida íntima, podía y debía compartir con él muchos cuidados de la vida pública (…) resolvió el problema de salvar a la mujer de la degradación por la elevación de su inteli­gencia, y de la miseria por la enseñanza gratuita, cuya dirección confió a vuestros desvelos”. No era para menos, gracias a él las mujeres tuvieron espacio fuera del hogar por primera vez.



José Mármol tomó la palabra y posteriormente Domingo Faustino Sarmiento. Mirando fijamente la urna funeraria el sanjuanino habló a aquellas ilustres cenizas: “Entrad sin zozobra y sin rubor en la ciudad, cuna de vuestro nacimiento. No seréis escandalizadas ya, ni perturba­das en el asilo de la tumba. Para que reposéis tranquilas en el seno maternal de esta patria, hemos luchado veinte años contra la barbarie (…). Esta es la misma patria que dejasteis hace treinta años. Las mismas instituciones la rigen: ¡el mismo espíritu la anima!”



Pero aún no pudo entrar en la ciudad, pues en el otro ex­tremo del muelle lo esperaba Bartolomé Mitre y una nueva arenga, donde se autodenominaba voz de toda una generación agradecida, fruto de sus obras. Ellos eran la prueba de que el ideario rivadaviano había triunfado.



Sus cenizas pasearon por las calles de Buenos Aires al si­guiente mes. Las casas se vistieron con banderas de luto para saludarlo y desde los balcones caían flores sobre la marcha. En el cementerio de la recoleta, que él mismo hizo fundar, hubo nuevos discur­sos. Esta vez a cargo del gobernador Valentín Alsina y Vélez Sarsfield.



Así despedimos los argentinos a nuestro primer presidente. Desde 1932 sus restos descansan en la plaza principal del barrio porteño de Once, sobre la avenida porteña que lleva su nombre. Hoy, dando el último adiós a Fernando De La Rúa, sumamos un nuevo capítulo a esta serie de despedidas solemnes iniciadas con Rivadavia.  


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