Historias de patagonia: La Matanza de Zainuco, aún resuenan los disparos

Martín Bresler, el único sobreviviente la matanza de Zainuco, grita y grita su verdad en los pasillos del Psiquiátrico en Buenos Aires. Lo hace durante 16 años, sin que nadie lo escuche, sin que nadie le crea.

*Mario Novack 

Ha llegado hasta allí, luego atravesar una serie de episodios increíbles en el modo de vida salvaje y violento de los territorios patagónicos a principios de mil novecientos. Y casi nos preguntamos cuando empezó su historia, si fue al llegar al país, cuando fugó de la Carcel de Neuquén o en su triste final en el manicomio.

Hijo de un coronel del ejército boér, Martín pasó los primeros años de su infancia y adolescencia en su tierra natal: Sudafrica. Tentado por el estado argentino, como muchos colonos a ocupar tierras en la Patagonia, sus padres iniciaron el periplo hacia tierras patagónicas. Eran tiempos de establecimiento de las colonias Boers en Chubut.

Sin embargo, el destino elegido por los Bresler era el paraje Hua Hum, cercano a San Martín de los Andes, donde el gobierno argentino les había otorgado una enorme extensión de tierras, al igual que a otras 30 familias Boers. Dice Mario Cippitelli en un artículo del diario “La Mañana de Neuquén”.

La vida de Martín transcurría plácidamente en ese paisaje bucólico. Con el tiempo se convirtió en un gran conocedor de la zona, por donde realizó extensas cabalgatas. Aprendió como nadie la geografía del lugar, su flora y su fauna. Conoció a sus habitantes, se identificó con su cultura. Con el correr de los años se convertiría en un neuquino más.

En el aserradero que montó su padre se formó en el oficio y se ejercitó en todas las tareas que demandaba el campo. En ese contexto creció hasta convertirse en un hombre.

En un viaje que realizó a Inglaterra conoció a Elizabeth Rose Woodall, una hermosa joven con quien se casó al poco tiempo. Con ella formó su propia familia en el paraje “Cupido”, cerca de Quechuquina, en tierras que le cedió su padre. Allí tuvo dos hijos.

Parecía que la vida seguiría transcurriendo de esa manera, sin problemas para el joven Martín. Pero las cosas cambiaron.

Cierto día de 1913 fue denunciado por un vecino por una quema de pastizales y árboles. Según el damnificado, Bresler no había avisado de aquella quemazón a las autoridades ni a quienes vivían en los campos lindantes. Fue notificado por la Policía y el joven sudafricano dijo que había sido un malentendido y que no volvería a ocurrir. La cosa no pasó a mayores.

Un par de años más tarde otra denuncia volvió a ponerlo frente a la Justicia. Esta vez por el robo de una vaca. Otro vecino lo había denunciado asegurando que Bresler había sido el ladrón. Cuando las autoridades llegaron a su campo encontraron el cuero del animal con la marca de su vecino.

En épocas del viejo territorio las disputas por las tierras eran comunes y valía cualquier artilugio para sacarse a alguien del camino y quedarse con sus posesiones. Las denuncias que le hicieron al sudafricano podrían haber tenido origen en algunas de estas artimañas, especialmente la segunda, ya que se trataba de un delito que se castigaba con prisión.

Bresler lo negó una y otra vez, pero la Justicia lo encontró responsable y el juez no dudó en el castigo: dos años de prisión en la cárcel U9 de la capital neuquina. Allí comenzó todo.

Para Martín Bresler, la vida de prisión era un castigo muy pesado y pese a que su padre realizaba gestiones para su liberación ante el propio gobernador Eduardo Elordi, estas no habían obtenido éxito alguno por entonces.





Las condiciones en el centro de detención no eran de las mejores y pese a que las instalaciones eran relativamente modernas, el hacinamiento por superpoblación - unos 200 reclusos - y las condiciones de trato motivaron el descontento de los penados.

Fue así que el plan de fuga se fue gestando inexorablemente y estando la mayoría de acuerdo solo restaba esperar el momento adecuado, que llegaría un 23 de mayo de 1916 cuando el sargento encargado de ordenar el aseo se negó a llevarlo a cabo.

Allí comenzaría el motín seguido de fuga de unos 86 reclusos. Luego de atacar el puesto de guardia, matar a un centinela y herir a otro, abandonaron el penal tratando de tomar la comisaria de la pequeña población.

Por entonces Neuquén era una pequeña localidad de unos 2.500 habitantes y la prisión al igual que el cementerio se encontraban alejados del centro. El fracaso de tomar la comisaría para hacerse de las armas fue desmembrando a los evadidos que se esparcieron en distintos grupos.

Uno de ellos, el más compacto, de unos 18 penados al mando de Martín Bresler y el chileno Ruiz Díaz optó por marchar hacia el oeste dejando a su paso una huella de sangre y muerte, como el crimen del ingeniero Adolfo Plottier y otro recluso que se negó a seguir con la fuga.

Antes de llegar a El Chocón, Bresler decide separarse para seguir su fuga rumbo a San Martín de los Andes. El resto tenía como objetivo llegar a Chile cruzando la Pampa de Lonco Luán.





Una semana después de haberse fugado y luego de pasar la noche en un rancho del paraje Zainuco, los evadidos fueron despertados por los disparos de la partida policial que los venía persiguiendo desde la capital neuquina. Esa pequeña dotación policial fue reforzada luego por el comisario Adalberto Staub al mando del operativo, que llegó al lugar con cuarenta hombres más.

La balacera fue encarnizada, hasta que se produjo la muerte del cabecilla Ruiz Díaz de un balazo en la cabeza. Esto fue determinante para la decisión de los evadidos que, exhaustos, hambrientos, sin municiones y con su líder muerto resolvieron entregarse. Quedaban quince evadidos en total, ahora reducidos por la partida policial.

Lo que sobrevendría con posterioridad constituye uno de los episodios más trágicos y violentos en la historia policial de Neuquén. Dice el informe oficial que siete de los reclusos fueron enviados a Zapala y que los ocho restantes, cuando eran llevados a una laguna para hidratarse y asearse, intentaron quitarles las armas a los policías y fueron baleados en el enfrentamiento.

Pero una semana después, un vecino propietario de un campo en el lugar ofreció un relato que echó por tierra la versión policial ofreciendo una descripción que se acercaba más a un fusilamiento que a un intento de fuga. El relato de San Martín echaba por tierra la versión del comisario Staub y reflejaba que había sido una matanza a sangre fría.





Los ocho cadáveres habían sido enterrados en una fosa común y tenían cada uno de ellos un balazo en el cráneo.

"Sublevarse los presos pretendiendo arrebatar dos carabinas cuando acababan de entregar voluntariamente todas sus armas, y luego caer todos en un espacio reducidísimo de terreno y todos con un balazo en la cabeza, a excepción de uno que presenta dos en la parte superior del tórax, es también muy singular". "El que no tenía las manos crispadas sobre el rostro, como queriendo alejar la visión pavorosa de la muerte inminente, las había cruzado sobre el pecho a manera de escudo en el supremo esfuerzo de la defensa". Félix San Martín. Vecino que encontró los cadáveres

Hoy una oxidada y solitaria cruz testimonia el lugar de la matanza. Ya lejos de allí el sudafricano Martín Bresler, planea desde Chile lugar donde pudo arribar continuar su marcha hacia Estados Unidos, donde seguirá esta historia que tiene otros acontecimientos significativos.

Desde la cubierta del barco que lo traslada ignora Bresel que la sangre seguirá derramándose en la joven capital neuquina. En un confuso episodio será asesinado el periodista Abel Chanetón, periodista que denunció públicamente el hecho que molestó a las autoridades del Territorio. Pero ese será tema para la próxima entrega.


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